23 mayo 2013

El paganismo en el Imperio Romano (3)

Francisco Javier Bernad Morales

Paganismo y monoteísmo constituyen dos cosmovisiones inconciliables. En nuestros oídos aún resuenan las severas advertencias de los profetas de Israel contra la religión naturalista cananea, y el enfrentamiento de Elías con los sacerdotes de Baal. Más adelante, cuando bajo los seléucidas se hizo notar la presencia griega, el conflicto se hizo inevitable y culminó con la liberación del país por los hijos de Matatías. Sin embargo, el triunfo político no detuvo el proceso de helenización, ante el que intentaron mantener un difícil equilibrio, en definitiva fracasado, los monarcas asmoneos y herodianos. Las repetidas rebeliones contra el poder romano no son más que una manifestación de la profunda hostilidad entre judíos y gentiles, entre monoteístas y paganos. Hubo, claro está, judíos helenizantes que intentaban asimilar los logros de la cultura griega sin renunciar por ello a su religión, del mismo modo que tampoco faltaron gentiles atraídos por la superioridad religiosa y ética del judaísmo[1]; pero en ningún modo fue esa la actitud dominante. Es significativo que los dos mayores enfrentamientos, los que desembocaron en la destrucción del Templo y en la transformación de Jerusalén en la ciudad helénica de Aelia Capitolina, se produjeran durante el mandato de dos de los emperadores más profundamente helenizados: Nerón y Adriano.

Frente a lo que una visión simplista induce a pensar, el enfrentamiento no se produjo tan solo en la tierra de Israel, sino también en ciudades griegas con una notable población judía.  La embajada de Filón ante Calígula tuvo como objeto solicitar la protección del emperador, tras un pogromo en Alejandría (38 d. C.).  Hemos de recordar, asimismo, que poco después los judíos fueron expulsados de Roma por el emperador Claudio[2].  Por otro lado, autores como Apión y Tácito manifiestan hacia el judaísmo una incomprensión henchida de desprecio.

Tanto para los judíos como para los cristianos la apoteosis del emperador, esto es, su equiparación a los seres divinos y el culto que se le prestaba eran inaceptables. El judaísmo no se oponía a que en el Templo se ofrecieran sacrificios por el emperador, al modo en que los cristianos oramos a menudo para que el Señor ilumine a los gobernantes. Eso en nada contradice la concepción monoteísta de la trascendencia divina; pero otra cosa es que se les erija un altar o que su estatua presida el Templo. Ahí entramos de lleno en lo que siempre hemos considerado idolatría. Imaginemos que en nuestras iglesias, el crucifijo fuera sustituido por la efigie del jefe del Estado, o que simplemente compartiera con ella su lugar y que en el momento de la Consagración el sacerdote invocara su nombre. De aceptarlo, incurriríamos en un execrable sacrilegio y dejaríamos de merecer el apelativo de cristianos. Por la misma razón, los judíos no podían tolerar sacrificios que no fueran dirigidos al único Señor.




[1] Entre los primeros es preciso mencionar a Filón de Alejandría y a Flavio Josefo; entre los segundos, a los temerosos de Dios o conversos de puerta.
[2] “Hizo expulsar de Roma a los judíos, que, excitados por un tal Cresto, provocaban turbulencias.” SUETONIO, Los doce césares, Tiberio Claudio Druso, XXV. A menudo se ha identificado a Cresto con Cristo y de ahí se ha deducido que la causa de la expulsión fueron los enfrentamientos entre judíos y cristianos, pero, salvo la similitud del nombre, ninguna prueba respalda esa hipótesis.

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