07 abril 2012

Política y sociedad en La Ciudad de Dios (3. Los cristianos y el Estado)


Francisco Javier Bernad Morales

El Estado, la ciudad terrena, tiene afán de permanencia. Frente a la fugacidad de la vida individual se alza la voluntad de perduración a lo largo de las generaciones; así, el hombre mortal se forja la ilusión de una formación política eterna. En cuanto seres humanos, todos nacemos en la ciudad terrena y nos encontramos sujetos a sus leyes ¿Cuál debe ser entonces la actitud del cristiano ante esa ciudad terrena, consecuencia de la debilidad de la naturaleza humana a causa del pecado?[1]
Caben tres opciones. La primera consiste en construir un Estado cristiano, pero esto, indica Fernando J. Joven, es algo que jamás mencionó San Agustín. Aún más, se trata, dada la realidad pecadora del cristiano, de una contradicción en los términos, pues supondría un intento de edificar el paraíso sobre la tierra y, al convertir la fe en fuente de legislación positiva, llevaría a ejercer la fuerza para hacerla cumplir. Es obvio que los cristianos hemos caído en numerosas ocasiones en esta tentación, pero también lo es que cuando eso ha ocurrido, hemos pervertido la fe y hemos traído un enorme sufrimiento al mundo.
Otra posibilidad es la huida: constituir comunidades eremíticas o monásticas al margen del Estado[2]. Quizá se trate de algo válido y posible para unos pocos, pero está fuera del alcance de la mayoría.
Queda, por último, adoptar una actitud pragmática, como, según el autor, hace San Agustín. Aunque el cristiano tenga puesta la mirada en el destino futuro, no por ello debe despreciar los bienes presentes; antes, al contrario, debe usarlos, aunque sin tenerlos por absolutos. Los distintos modos de ordenamiento político o las diferentes leyes no pueden sernos indiferentes. Hemos de discernir cuales son preferibles y se aproximan más a la justicia, recordando siempre que lo hacemos desde un punto de vista humano, y actuar en consecuencia.

Pretender comparar el  derecho romano con las normas bárbaras, o cualquier aberración totalitaria con nuestras democracias liberales es un insulto a la razón. Sin embargo, nuestra civilización occidental no deja de ser una ciudad terrena con millones de ciudadanos que, movidos en la vida por la pasión de dominio, no buscan más allá de su bienestar personal.[3]

El cristiano debe, pues, tomar parte activa en la vida política, promoviendo o apoyando aquellas medidas que redunden en bien de la colectividad, pero sin perder nunca de vista cuál es su última aspiración, y entendiendo el carácter relativo y transitorio del ordenamiento que los seres humanos nos damos para vivir en la ciudad terrena.



[1] Recordemos con San Agustín, que Caín funda la primera ciudad tras el asesinato de Abel, Gn 4, 17
[2] En este grupo opino que se incluirían también las comunidades formadas por ciertos grupos anabaptistas, como los amish. Precisamente, junto a esta corriente pacífica del anabaptismo, hubo otra que pretendió erigir el reino de Dios sobre la tierra mediante la violencia.

[3] JOVEN, Fernando J. op. cit. 246.

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