09 enero 2012

Los que susurran

Francisco Javier Bernad Morales

Hace ya algún tiempo leí Los que susurran de Orlando Figes. Es un libro largo, de casi mil páginas edificado sobre cientos de entrevistas a supervivientes de la represión soviética. Desfilan en él toda suerte de personajes, desde humildes campesinos desconocidos a miembros destacados del Partido, cuyas vidas se entrelazan en ocasiones de manera sorprendente y que, con sus testimonios, nos permiten adentrarnos en los efectos del terror sobre la vida diaria. Conocemos así un mundo regido por la desconfianza, en el que nadie habla en voz alta por temor a que le escuche un informante y en que todos ocultan sus pensamientos y a menudo su pasado. No existe ninguna intimidad en unas ciudades en que varias familias se ven obligadas a compartir una misma vivienda y en que generalmente las cocinas, los baños y otros servicios son de uso comunitario. Ni siquiera en el dormitorio pueden los esposos estar seguros de que en la habitación vecina no se escuchan sus palabras. Es un hacinamiento que no nace tan solo de las dificultades económicas, sino que sobre todo resulta de una política deliberada, tendente a debilitar los lazos familiares y a romper así el más fuerte lazo de solidaridad entre los seres humanos. Los dirigentes revolucionarios comprenden que la familia es el más formidable enemigo de la utopía en construcción, algo que ya habían señalado Platón, Moro o Campanella, y por eso contra ella dirigen una gran parte de su esfuerzo. La convivencia forzada en un espacio mínimo es campo abonado para disputas, envidias y enemistades, que fácilmente pueden dirimirse con denuncias ante la policía por los motivos más triviales: el vecino ha contado un chiste o ha hecho un comentario antisoviético, ha escuchado una emisora de radio extranjera o en una ocasión recibió la visita de alguien que posteriormente fue detenido por trotskista o bujarinista; quizá se le ha escapado una sonrisa mientras se escuchaba por un altavoz un discurso de Stalin. No hace falta más para que una persona sea detenida y deportada durante años a un campo de trabajo. En realidad, ni siquiera es preciso que se haya cometido una de estas faltas, pues el Gulag se rige por sus propias normas y precisa un aporte continuo de mano de obra esclava. Las repúblicas, las regiones y los distritos deben contribuir con una cuota fijada por las autoridades. Otro tanto ocurre con las condenas a muerte. Es preciso alcanzar los objetivos marcados en el plan, lo mismo que con la producción de acero o de algodón.

Nadie está a salvo de que un día se le señale como enemigo del pueblo. Todos miden cuidadosamente sus gestos y palabras. El pertenecer a una familia estigmatizada como zarista, kulak o contrarrevolucionaria, cierra las puertas de la universidad e impide el acceso a los mejores puestos de trabajo. Por eso muchos ocultan su pasado, incluso a sus cónyuges. En compensación, la policía parece extrañamente ineficaz. Es posible vivir con documentación falsa u obtener una nueva, aunque persiste siempre el temor a ser descubierto. Pero la detención llega en cualquier momento, sin que a menudo sea dado discernir un motivo mínimamente objetivo. Son muchas las víctimas que aceptan, con todo, una culpabilidad que les lleva a escrutar en sus acciones y palabras en busca de aquello que deberían haber evitado. Aún más son los que piensan que en su caso particular quizá se haya cometido un error, pero que eso no invalida el sistema, convencidos de que es necesario mantener la vigilancia contra unos omnipresentes enemigos de la Revolución. La sospecha envenena las relaciones humanas hasta extremos apenas concebibles. Una noche la policía se presenta en el diminuto apartamento compartido, lo registra y se lleva a alguien. De algunos no vuelve a saberse. Son muchos los casos en que se dan informaciones falsas a las familias. Quizá, mientras sus hijos creen que está recluida en un campo, la madre ha sido ejecutada. En otras ocasiones se permite el envío de correspondencia e incluso de paquetes. La vida de los que quedan en libertad tras el arresto de un familiar no es fácil. A menudo se ven expulsados de la vivienda y del trabajo o se les imponen limitaciones en los estudios, puede que incluso se les niegue la cartilla de racionamiento. Convertidos para siempre en sospechosos, muchos desarrollan como estrategia para sobrevivir una adhesión inquebrantable al Partido, que puede llevarles a renegar públicamente de sus padres, a sumarse al coro de acusadores, en un intento de mantenerse a salvo, de lavar la mancha de ser hijos de un enemigo del pueblo.

Son muchas las escenas estremecedoras relatadas en el libro. Para que el lector pueda hacerse cierta idea reproduciré una poco truculenta, más bien vulgar. Así recuerda Sofía Ozemblovskaia su expulsión de los Pioneros (organización soviética para niños de diez a catorce años) tras haber sido vista en una iglesia:

De repente publicaron un anuncio −un “avance informativo”− en el periódico mural del corredor de la escuela: “¡Todos a formar filas inmediatamente1”. Los niños se apresuraron a salir de sus aulas y formaron en el patio. A mí me hicieron parar frente a ellos para avergonzarme. Los niños gritaban: “¡Qué vergüenza ha causado a nuestra brigada por haber ido a la iglesia!”, “¡No es digna de llevar el pañuelo!” [un pañuelo rojo era el distintivo de los Pioneros], “No tiene derecho a usarlo!”. Me arrojaron tierra y polvo. (p. 67)

FIGES, Orlando. Los que susurran. Barcelona, Edhasa, 2009.

2 comentarios:

  1. Fransisco, "Todo fluye" de Vasili Grossman es igualmente aleccionador.
    Procurare buscar "los que susurran".

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  2. También del mismo Grossman "Vida y destino", o "El vértigo" de Evguenia Ginzburg y "Una saga moscovita" de Vasili Aksiónov. Eso además de las obras de Soljenitsin.

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