Artículo publicado en Vatican News
Al inaugurar, ayer, en Estambul,
la reunión del Consejo Mundial de Religiones por la Paz, el Patriarca Ecuménico
Ortodoxo se refirió al valor y la importancia del diálogo interreligioso en una
época dominada por la economía y la tecnología: el ser humano tiene la dignidad
de Dios, no es "un número en el balance de un acreedor invisible".
Giovanni Zavatta - Ciudad del
Vaticano
Existe una cosmovisión dominante,
generalmente no reconocida, caracterizada por un materialismo imperante, por
una forma de ver la realidad que reduce el florecimiento humano a su dimensión
material, excluyendo sistemáticamente cualquier referencia a lo sagrado. Y este
es uno de los problemas fundamentales, uno de los principales desafíos que las
religiones están llamadas a afrontar hoy.
Al inaugurar la reunión del
Consejo Mundial de Religiones por la Paz en Estambul, ayer, 29 de julio, a la
que asistieron unos sesenta representantes de todo el mundo, incluido el
cardenal Charles Maung Bo, el Patriarca Ecuménico Bartolomé se refirió al valor
y la importancia del diálogo interreligioso en una era dominada por la economía
y la tecnología: «El encuentro de diferentes tradiciones religiosas, cada una
con una experiencia única de lo sagrado, se convierte en la condición necesaria
para abordar una falta de sentido globalizada, para reformular un discurso que
se atreva a hablar de amor, compasión, misericordia, perdón y autosacrificio,
no como valores morales abstractos, sino como elementos activos de una realidad
más plena».
Diálogo y testimonio
El testimonio cristiano ofrece a
este diálogo «una perspectiva que no busca dominar, sino servir: la imagen de
Dios como comunión de personas, como una relación eterna de amor». La paz
—enfatizó el Primado Ortodoxo— no es algo en equilibrio estático, sino una
realidad dinámica y escatológica, «la expectativa de una reconciliación final
de todas las cosas en Cristo».
La acción de las religiones
encuentra su significado más profundo precisamente en la esperanza compartida
de un mundo futuro de justicia y amor: «No estamos llamados a componer una
nueva religión mundial basada en el consenso, sino, cada uno desde la perspectiva
de su propia fe, a formar una alianza global de conciencia, un testimonio
profético que mantenga abierto el horizonte de la trascendencia en un mundo
amenazado por la asfixia dentro de los límites de la materialidad.
La unidad no se basa en lo que
creemos en común, sino en nuestro amor compartido por la humanidad y nuestra
referencia compartida al misterio del único Dios». «Esta es la única paz
sostenible», observó Bartolomé, al lanzar la propuesta de una «visión sagrada
común del mundo», un amplio campo de consenso, un frente unido contra el
dominio del reduccionismo materialista. Además, continuó el patriarca, la
pérdida de la relación con lo sagrado tiene consecuencias existenciales y
sociales.
La distorsión del concepto de
integridad humana «promueve el aislamiento, la explotación y la destrucción del
medio ambiente». El hombre deja de ser concebido como un ser relacional y se
convierte en una unidad autónoma que reclama su propio bienestar a expensas de
los demás y del mundo natural. Una desolación espiritual donde deambula una
suma de individuos en pugna.
Una economía que ha perdido
todo fundamento moral
Bartolomé I va al grano: «La
crisis mundial de la deuda, especialmente en los países de ingresos bajos y
medios, es la expresión más evidente de una economía que ha perdido todo
fundamento moral. Tras cifras impersonales y productos financieros complejos se
esconde una realidad arcaica de esclavitud. Poblaciones enteras están
esclavizadas por un mecanismo abstracto que, basado en injusticias
estructurales y sistemas de crédito explotadores, agota su riqueza, sofoca su
desarrollo e hipoteca su futuro. Aquí —reitera—, la visión reduccionista y
materialista del mundo encuentra su aplicación más perfecta: el hombre deja de
ser considerado una persona, una imagen de Dios, y se transforma en una unidad
de producción y consumo, un número en el balance de un acreedor invisible».
Al mismo tiempo, la inteligencia
artificial emerge como el "fantasma digital" de esta visión. Para el
Patriarca Ecuménico, es "la creación de una semblanza de razón humana, de
una inteligencia desconectada de la consciencia, el cuerpo y el espíritu",
y plantea "cuestiones éticas urgentes". La deuda global y la
inteligencia artificial "surgen de la misma raíz filosófica: la apoteosis
de la abstracción y la utilidad". En el caso de la deuda, "la
abstracción es el dinero, separado de la economía real, que ignora la identidad
del deudor"; en el caso de la inteligencia artificial, "la
abstracción son los datos que ignoran la singularidad del individuo". En
ambos casos, "la lógica de la utilidad, la búsqueda del máximo
rendimiento, ya sea económico o computacional, prevalece sobre cualquier otro
valor".