05 junio 2013

El paganismo en el Imperio Romano (V)

Francisco Javier Bernad Morales

Tras la dura prueba del año 69, se inicia, sin embargo, un largo período de estabilidad apenas turbado por el asesinato de Domiciano (96), posiblemente consecuencia de sus malas relaciones con el Senado, a muchos de cuyos miembros, según Suetonio, había hecho ejecutar[1]. Bajo Trajano se reanudó incluso la expansión exterior, con la conquista de Dacia y la anexión del reino Nabateo, convertido en la provincia de Arabia Pétrea. Con todo, lo que podía haber sido su mayor logro, la ocupación de Mesopotamia, se reveló un triunfo efímero, ya que este territorio, cuya defensa hubiera resultado extremadamente costosa, fue abandonado tras su muerte. Le sucedió su sobrino Adriano, un hombre profundamente imbuido de la filosofía estoica, amigo de Epicteto, quien intentó, como en otro tiempo Antíoco IV Epífanes, la helenización forzosa de los judíos, con lo que desencadenó la sublevación encabezada por Bar Kochba (132-135), quien fue reconocido como mesías por Rabí Akiva[2]. La guerra terminó, como ya señalé en una entrega anterior, con una nueva derrota judía y con la reorganización de Judea, Samaria y Galilea en una nueva provincia a la que se dio el nombre de Palestina, evocador de los antiguos filisteos. Se pretendía así, y con la conversión de Jerusalén en la ciudad romana de Aelia Capitolina, borrar incluso el recuerdo de la presencia judía. La victoria romana había sido, sin embargo, extraordinariamente difícil, pues había obligado a desplazar legiones desde puntos tan alejados como la frontera danubiana e incluso Britania[3]. Habría contado además, según Dión Casio, con el apoyo no solo de los judíos de la diáspora, sino de numerosos gentiles[4]. Ignoramos a quiénes puede referirse esta última afirmación, ¿conversos al monoteísmo o simples víctimas del orden impuesto por Roma: clases inferiores, pueblos sometidos? 

Tenemos otros datos que permiten intuir la extensión del monoteísmo, en este caso en su vertiente cristiana, en las ciudades, y el rechazo que suscitaba entre quienes se mantenían fieles al paganismo. Así, bajo Marco Aurelio, emperador desde el  161 hasta el 180, se sucedieron ataques populares contra las comunidades cristianas de Asia Menor y en Roma sufrió martirio San Justino. Es posiblemente exagerado calificar, como hacía la hagiografía tradicional, estos hechos como una persecución, dado que no parece existir tras ellos una firme determinación oficial de erradicar el cristianismo. Más bien se trataría de movimientos locales poco coordinados. En cualquier caso, la negativa de cristianos y judíos a adorar al emperador, no podía sino suscitar hostilidad entre sus vecinos paganos. Máxime en un momento en que los peligros se multiplicaban: presión de los partos en oriente y de los germanos en el Danubio, epidemias de peste, empobrecimiento de los campesinos que, desposeídos de sus tierras emigran a las ciudades, disminución de la producción agrícola y problemas de abastecimiento, aumento de los impuestos… Marco Aurelio, el emperador filósofo que aprovechaba momentos robados al descanso para escribir unas Meditaciones que constituyen una de las cumbres de la filosofía estoica, se vio obligado a pasar gran parte de su vida alejado de Roma, en los campamentos de las legiones, mientras que el Imperio se enfrentaba a dificultades que por momentos podían parecer insuperables. En esas circunstancias, la religión política hubo de sufrir asimismo una profunda crisis. Si el monoteísmo se alzaba como una alternativa escatológica de paz y de salvación, que cada día atraía a más prosélitos; para quienes continuaban fieles al paganismo, las catástrofes eran el fruto del creciente abandono de los dioses que habían traído la grandeza a Roma. Era fácil que el descontento y la incertidumbre ante el futuro estallaran en cualquier momento y bajo cualquier pretexto contra esas minorías impías calificadas invariablemente de ateas, y a quienes se atribuían toda clase de ritos macabros y repugnantes, incluidos el sacrificio de niños y el canibalismo. También es comprensible que las autoridades, si bien no siempre incitaban estos movimientos de cólera popular, raramente se oponían a ellos.

Un próximo futuro reservaba tiempos peores.





[1] SUETONIO, Los doce césares, Tito Flavio Domiciano, X.
[2] Bar Kochba (en arameo, Hijo de la Estrella) no es un nombre, sino un título mesiánico. Está tomado de la profecía de Balaam: “Lo veo, mas no ahora / lo diviso, pero no de cerca: / ha salido una estrella de Jacob, / y ha surgido un gobernante de Israel” (Números, 24, 17).
[3] JOHNSON, Paul, Historia de los judíos, Barcelona, Zeta, 2010. p. 209.
[4] DIÓN CASIO, Historia romana, libro LXIX

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